En el siglo VIII a.C., se escribió uno de los poemas más bellos e importantes de la historia: La Odisea, de Homero.
En sus líneas sobresale la breve pero profunda historia de Argos, el perro de Odiseo (también conocido como Ulises).
Odiseo había estado fuera de Ítaca por 20 años tras la Guerra de Troya y librar otras batallas, su esposa Penélope no puede seguir alargando la espera y debe elegir, de entre varios pretendientes, a quien tomará el que fuera el trono de Odiseo como Rey.
Telémaco, hijo de Penélope y Odiseo, parte de Ítaca a Pilos, convencido por la diosa Atenea, para averiguar sobre el paradero de su padre y así evitar que su madre se case con alguien más. La propia diosa Atenea convence a Calipso para liberar a Odiseo y así pueda regresar con su familia. Atenea lo disfraza de mendigo y éste revela su verdadera identidad sólo a su hijo Telémaco.
Cuando llega a Ítaca, participa como un “pretendiente” más que quiere desposar a Penélope y nadie se percata de que en realidad es Odiseo o Ulises, o bueno, casi nadie. Alguien, un perro que se encuentra sentado, casando, enfermo, viejo, lo identifica de inmediato.
En el Canto XVII de la Odisea, mientras Odiseo llega al palacio, vio cómo Argos se acercaba a él:
“Y un perro, que estaba echado, alzó la cabeza y las orejas: era Argos, el can del paciente Odiseo, a quien éste había criado sin poder disfrutarlo, pues tuvo que partir a la sagrada Ilión […]. Al advertir que Odiseo se aproximaba, le halagó con la cola y dejó caer ambas orejas, mas no pudo salir al encuentro de su amo; y éste, cuando lo vio, enjugóse una lágrima […]. Y la Parca de la negra muerte se apoderó de Argos, después de que volviera a ver a Odiseo al cabo de veinte años”.
ARGOS, desde entonces, es un eterno símbolo de amor, paciencia y lealtad.
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